Dedicado a la memoria del maestro Juan Rulfo.
I
El general Gerardo Méndez yacía acostado boca arriba en una carreta de pastura, algo le pasaba, agonizaba. El camino que llevaba a su hacienda estaba desierto, ni un alma pasaba por ahí. Esta era mala tierra, todo lo secaba, todo lo pudría, un llano infértil, polvoso, muerto. El sol como una rueda incandescente se cernía despiadado sobre los pocos matorrales que asomaban. El hijo del general, el joven teniente Ernesto Méndez lo miraba con odio.
- ¡Ahora soy yo el que manda!- Le dijo. ¡Ahora soy yo el de dinero! Y continuó hablándole así, en un tono duro, hasta que sus pulmones no pudieron más y comenzó a gritar.
Y hubiera seguido así, el joven teniente, vestido de gala, con la pistola al cinto y su impecable sombrero de fieltro, si no fuera porque ladraban los perros, y allá lejos en el camino –cosa extraña- venían unas gentes asomando en la vereda.
El viejo se removió en el fondo, con la camisa desfajada y sin zapatos -un hilillo de sangre se escurría por un lado de su cabeza- con una cara de espanto que se volvió más amarilla todavía, cuando al intentar alzar la mano para pedir ayuda, sintió cómo su hijo se abalanzaba sobre él cómo un zopilote hambriento.
El forcejeo duro poco, el viejo general tenía ya poca fuerza en esos brazos que antes habían sido vigorosos, los mismos que le quitaron la vida a tantos alebrestados, los mismos que golpearon hasta el cansancio a sus caballos, a sus peones, a su esposa y a sus hijos, los mismos que le arrebataron la tierra a tantos.
Las manos de Ernesto Méndez se cerraron en el cuello del general, apretando mientras le decía cosas muy bajito. Las personas se acercaban y los músculos de sus brazos se tensaban todavía más. ¿Por qué no te mueres de una buena vez?- Pensaba para sí el joven teniente. ¿Ni en eso vas a ayudarme?, le reclamaba.
La espera fue eterna, los segundos pasaban lentamente y las figuras al lado del camino iban distinguiéndose cada vez más. El joven teniente sufría, no pensó que ese cuerpo cansado y descompuesto diera tanta guerra. La cara del viejo estaba roja, su cuerpo tenso, en sus ojos vidriosos por el miedo. No quería morir, y lo gritaba por todos los poros de su cuerpo, no quería morir, lucharía hasta el último aliento, y así estuvieron mucho tiempo, o ¿fue poco?, engarrotados en ese abrazo mortal, filial.
Cuando la gentes del pueblo pasaron a lado de la carreta, reconocieron al joven teniente, se quitaron lo sombreros y se inclinaron con sumisión, sabían muy bien que esperar de los Méndez, dueños de medio municipio. El muchacho había heredado la crueldad del padre, conocían bien sus correrías, violaciones de muchachas y asesinatos impunes de campesinos y arrieros. Ellos eran –pensaban las gentes del pueblo- la verdadera plaga que asolaba esta tierra. Pero “ellos” habían ganado la revolución, habían andado en la bola, y ahora, eran los que defendían los intereses del pueblo, eran los adalides de la esperanza y de los de abajo. ¿Quién no conocía la fotografía que el general gustaba presumir en la antesala de su hacienda? Aquella con el tal Madero.
-Muy buenos días patrón.- Dijeron al unísono. Sin dejar de echar una mirada desconfiada a la carreta de pastura.
El joven teniente estaba ahora acomodándose la guerrera, y el cuerpo inerte del general Méndez yacía maltratado en el fondo de la carreta. No contestó el saludo, tampoco le importó que le vieran así, alterado, con la ropa descompuesta, con el cabello despeinado. Después de todo, ahora era él el que mandaba.
Unas horas más tarde, en la cocina de la casa grande, que es espaciosa y estaba llena de bullicio, las cocineras platicaban con la esposa del general y sus hijas mientras preparaban la comilona para festejar el aniversario de la revolución. Los peones estaban sentados en un rincón comiendo frijoles con tortilla. De pronto, entró el joven teniente y les informó en voz alta: “el viejo está muerto, no habrá cuerpo pero está muerto”. Todos se quedaron petrificados, atónitos. Los ojos del joven general brillaban como dos brasas salidas del infierno. Su porte y su actitud eran de una violencia ineluctable, nadie se atrevió a contestarle o a pedir explicaciones. Los arrieros que lo vieron en la vereda bajaron la cabeza y callaron como bien estaban acostumbrados a hacer. El joven teniente dio media vuelta y al salir dijo “yo lo maté”.
II
Meses después, mientras el joven teniente cruzaba por delante del cuarto que había sido de su padre, aquél cuarto lleno de medallas y revólveres en donde tantas veces le partió la cara el general, y le pareció ver a alguien recostado en la vetusta y oxidada cama de latón. Al fijarse bien se dio cuenta de que el viejo maldito estaba ahí, plácidamente recostado, le sonreía. Todas las personas que estaban en la casa escucharon los gritos, los forcejeos, el sonido de muebles al romperse, y todas vieron también como el joven teniente abofeteaba brutalmente al pequeño Jorgito mientras Doña Teresa gritaba: ¡lo vas a matar, es tu propio hijo!
Las primas del joven teniente le arrebataron al niño mientras todas observaban atónitas al nuevo amo mientras se revolcaba entre las sillas y finalmente se arrojaba violentamente sobre la mesa, vociferando y peleando consigo mismo, tomándose el cuello con ambas manos, como queriendo liberarse de algo que no le dejaba respirar.
Al fin se enderezó, su mirada inyectada de sangre, sus puños cerrados, temblando, Doña Teresa protegía a Jorgito con su cuerpo mientras Susana le limpiaba la sangre que le corría profusamente por la nariz y la boca. El joven teniente no le quitaba la vista encima al niño, como una fiera a su presa. Gritó; ¡estás muerto!, ¡yo te maté!, ¡yo te mate!
El pequeño niño lo miraba fijamente, un esbozo de sonrisa asomó clandestinamente de su cara. Se esforzó para que nadie la notara.
Ernesto Moreno, Tenochtitlán junio del 2020
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